Por Lic. Araceli Méndez – Terapista Ocupacional | Directora Sinergia.
Vivimos en una cultura donde estar ocupado es sinónimo de éxito, y donde muchas veces ser profesional de la salud o la educación implica postergar el propio bienestar en nombre del compromiso con el otro. Pero, ¿qué pasa cuando el tiempo se llena de tareas, y no de sentido?
Ahí es donde entra en juego el equilibrio ocupacional, un concepto central en Terapia Ocupacional que no sólo guía la intervención clínica, sino que ofrece herramientas potentes para nuestra propia vida cotidiana.
¿Qué es el equilibrio ocupacional?
Desde un enfoque académico, el equilibrio ocupacional hace referencia a la organización armónica de las actividades diarias en diferentes áreas significativas de la vida: trabajo, descanso, autocuidado, ocio, participación social y otras ocupaciones con sentido.
Según Wilcock (2006), este equilibrio no es una distribución matemática del tiempo, sino una vivencia subjetiva de satisfacción, bienestar y funcionalidad. Cuando está presente, sentimos que nuestra rutina tiene coherencia con nuestros valores y necesidades. Cuando se pierde, aparecen signos de alerta: estrés, desmotivación, fatiga crónica, ansiedad, insomnio, irritabilidad o incluso síntomas físicos.
¿Por qué es relevante para profesionales de salud y educación?
Como terapeutas, docentes o profesionales del cuidado, solemos poner el cuerpo (y el sistema nervioso) al servicio del otro. Pero el desequilibrio ocupacional no distingue títulos ni vocación. Si descuidamos nuestras propias necesidades de descanso, ocio o regulación, podemos desregularnos e incluso no ser tan productivos como queremos.
Incorporar el equilibrio ocupacional en la vida personal es una condición de sostenibilidad profesional. Una jornada de atención sin pausas, una semana sin espacios de disfrute, o un mes sin momentos de silencio no son medallas de honor: son señales de alarma.
¿Cómo se aplica en la práctica clínica?
En el abordaje terapéutico, observar y trabajar el equilibrio ocupacional permite:
• Comprender cómo las personas distribuyen su tiempo y energía.
• Identificar excesos o carencias en áreas claves (ej. sobrecarga en cuidados o trabajo, falta de ocio significativo).
• Elaborar planes de intervención que no sólo apunten a habilidades o síntomas, sino a reorganizar la vida cotidiana en función del bienestar.
Un paciente con ansiedad que no tiene momentos de ocio, o un niño con dificultades sensoriales que no tiene espacios de juego libre, no puede sostener cambios reales si su ocupación diaria está desbalanceada.
¿Y cómo lo aplico a mi vida como profesional?
Acá van algunas estrategias concretas para vos, que acompañás a otros, pero también necesitás cuidar tu propio equilibrio:
• Mapeá tus ocupaciones semanales: ¿cuánto tiempo real dedicás a descanso, disfrute, vínculos, cuidado personal?
• Detectá puntos críticos: ¿hay días donde no comés con calma? ¿tardes sin pausa? ¿semanas sin actividad recreativa?
• Organizá tu agenda no solo por “obligaciones”, sino por categorías ocupacionales: trabajo, ocio, descanso, vínculos, creatividad, espiritualidad, autocuidado.
• Incorporá pausas reales: no cambio de tareas, sino descanso genuino (cerrar los ojos, estirarse, tomar sol, moverse).
• Practicá lo que promovés: si indicás “rutinas con sentido” a tus pacientes, asegurate de que las tuyas también lo tengan.
Conclusión práctica
El equilibrio ocupacional no es una utopía ni una herramienta sólo para pacientes. Es una brújula personal y profesional que nos permite sostener nuestras funciones sin sacrificar nuestra salud. Integrarlo en nuestra vida y en nuestra práctica clínica es reconocer que el hacer con sentido y el bienestar no son opuestos: son partes de una misma ocupación con propósito.